jueves, 27 de febrero de 2014

"Todos somos personas" y otras basuras epistemológicas



"Eres una máquina, eres una piedra, eres una planta, eres un animalito" (Hidrogenesse)


Acabo de terminar la lectura del que se ha convertido en uno de mis libros de referencia del que era ya, uno de los escritores a los que colocaría en un póster en la pared de mi habitación, si mi vena mítica fuese más fuerte que yo. Que no es el caso. Fantaseo con la idea de la cara de Enrique Vila-Matas en la pared de la habitación, con la idea de Vila-Matas viéndome dormir, viéndome follar, haciendo juicios literarios a cerca de las posturas, de las filias, de los flujos, de los tiempos, de las perversiones, de las salivas, de los cuerpos. Pienso en Vila-Matas enjuiciando la textura y los usos de mi saliva en mi dormitorio, como si mi dormitorio fuese el chambre de París que Marguerite Duras le alquiló en su día. Pienso en Marguerite Duras charlando con Vila-Matas sobre mis encuentros sexuales, sobre nuestras salivas, pienso en Saigón y en la Conchinchina, pienso que la Conchinchina ya no existe, como casi todo, como mis ganas de follar, que se diluyeron en la imagen de Vila-Matas espiando mi cuarto desde la pared, como hiciera en su día Virginia Woolf con el propio Vila-Matas. Porque no siempre las fantasías sexuales están, necesariamente, al servicio de tus propias expectativas. Ni de las sexuales, ni de las literarias. 

Quiero apartar de mí esas imágenes. La de Vila-Matas en mi cuarto y la de Vila-Matas con Marguerite charlando sobre lo que pasa en la chambre, lo que pasa conmigo y con los cuerpos. Sé que para conseguirlo he de quedarme a solas, huérfano de quimeras literarias -es lo que pasa cuando se acaba un libro que resulta ser casi EL LIBRO- y siempre que esto me pasa, me voy de lo particular a lo general, como un gato siamés poniendo a prueba las ventanas de lxs otrxs, las ventanas de los chambres de otrxs que no sean Vila-Matas o Marguerite Duras. Hago una búsqueda en Google, dónde si no borrar para siempre los nombres. Hago una búsqueda en Google con el texto siguiente: todos somos personas. Y Google dice que 237.000.000 entradas. Todos somos personas, dice, al tiempo que se diluyen Enrique y Marguerite, y yo me asusto, hasta desaparecer del todo. 237.000.000.

Cada vez que alguien pronuncia o escribe esa oración atributiva, "todos somos personas", un gatito siamés con nombre propio, Cricrí, pongamos, o Demóstenes, si lo prefieren, muere de pena y anonimato estampado contra un suelo mucho más específico que todas las ventanas. La enfermedad generalista es, de todas las dolencias del discurso, la más potencialmente peligrosa, porque ataca a todas las partes del cuerpo del discurso por igual y es verdaderamente difícil, por no decir que es casi imposible, atajarla del todo y, antes bien, atajarla a tiempo. El "todos somos personas" es el VIH del discurso. Ataca a las defensas de éste, le impide generar anticuerpos con los que defenderse de específicos ataques, de específicas dolencias, y lo debilita hasta el punto de dejarlo completamente vulnerable no ya ante otros discursos, sino incluso ante su propia retórica, ante la propia dialéctica consigo mismo.

Imaginen la sociedad como un cuerpo. Como un cuerpo social, donde cada uno de sus agentes fuese un órgano, una extremidad, una zona, un hueso, una glándula, una vena, un músculo, un nervio, un aliado de la química orgánica. Imaginen ese cuerpo diciendo "me duele el cuerpo". Imagínenlo espetándole a la facultativa, en plena consulta, aquello de "todos somos cuerpo". Imposible atajar así el dolor específico, hallar los motivos concretos que generan la enfermedad. Porque toda la enfermedad es una enfermedad concreta, en la que intervienen, por supuesto, diversos factores que se entrelazan, conjugan y atraviesan y que tienen un papel más o menos directo en dicha dolencia. Pero si la generalización es tal que el bosque no nos deja ver el bosque, y acabamos diciéndole al gato que este mundo está hecho de ventanas, el minino, confiado, nos creerá y, confiado, saltará por la ventana de la cocina pensando que es a otra ventana de otra cocina a donde salta, en vez de al vacío de 20 metros de altura que le hará impactar de un modo letal, contra el suelo de un patio de luces. Y ni rastro de ventanas. 

Días después, los preconizadores del "todo somos personas", degradarán al gato a la categoría de "suicida", y aquí paz y después gloria.

Me sigue llamando la atención, eso sí, que precisamente quienes más preconizan el discurso generalista e invisibilizador de los 237.000 millones de entradas en el google, sean lxs mismxs que necesitan luego, de un modo casi enfermizo, verse identificadxs con todo y en todo, en cada lugar y en cada momento. Es algo que no logro entender porque, si todos somos personas, así, en general, no veo a qué tanto revuelo con tenerse que ver en todos los espejos, si se supone que todos los reflejos son el mismo reflejo. 

Pero en el fondo, lxs vocerxs del "todos somos personas" (que es el "todos los políticos son iguales" de la sociología y el activismo) saben que no es así. En el fondo saben que esa oración atributiva -y agramatical*, por cierto-, está al servicio de la invisibilización de las diversidades, de los cuerpos específicos y de los sujetos que se encuentran en una situación o situaciones, vivenciales o no, que divergen de lo hegemónico que se esconde en el sustantivo "persona" del envenenado "todos somos personas". Pues dependiendo de qué persona se sea (clase, raza, etnia, cultura, formación, tendencia sexual, género, funcionalidad, etc...) recibirá un tratamiento, no sólo social, sino también administrativo, legal, laboral, identitario, estructural e incluso epistemológico. 

Decir "todos somos personas" no es que no aporte nada a ninguna clase de lucha social. Aporta. Y mucho. Aporta ruido, aporta hedor, luz de gas y mucha caca. Porque emborrona toda especificidad, la diluye, trata de borrar las diferencias, del mismo modo que trató, por ejemplo, de hacerlo en nazismo o el nacionalcatolicismo aquí en España. El "todos somos personas" es el nuevo "todos somos hijos de dios" de los beatísimos generales, y que esto salga de quienes dicen ser activistas preocupados por los derechos sociales, que salga de bocas que dicen ser feministas, no sólo es insultante y aterrador, sino que resulta realmente nocivo. Sobretodo porque, en líneas generales, este tipo de enunciados suelen salir de bocas que se encuentran en situación de privilegio con respecto a otras, lo que viene a demostrar que, en efecto, en el sustantivo "persona" están implícitos los significados connotativos vinculados a la hegemonía de clase, raza, etnia, cultura, formación, tendencia sexual, género, funcionalidad, etc. y son todos esos significados hegemónicos los que se postulan y, por tanto se refuerzan, en este tipo de enunciados aparentemente positivos o buenistas, pero cargados de veneno al fin y al cabo. De ese veneno nocivo, más nocivo aún que el propio veneno, que es el que no se ve.

Venenos que borran toda identidad y, con ello, todo cambio posible. Venenos que invisibilizan quienes somos, quien es cada quien, y nos impiden postularnos como álguienes, obligándonos a cumplir cualquieridades. Los totalitarismos de los "todos", 237.000.000, que me roban el ADN cultural que reside en mi saliva, cada vez que Enrique y Marguerite hablan sobre los usos que yo le doy a ésta.
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* La oración "todos somos personas" es claramente agramatical, puesto que el sujeto "todos" -masculino plural- no concuerda en género con el atributo "personas" -femenino plural-, lo que no deja, además, de poner de manifiesto que la hegemonía, en este caso de género, está por encima, incluso, no sólo de la gramática, sino también de los propios significados, de la propia semántica del enunciado (que, aparentemente, defiende justamente lo contrario, la presunta igualación y, por tanto, la desaparición de dicha hegemonía).


domingo, 9 de febrero de 2014

GALLARDÓN Y UN GATO PERSA

Algunas decisiones se toman a lo loco. Es verdad.

                Sin embargo, hay veces que tenemos la obligación, pero también la potestad, de hacer que nuestras decisiones afecten de un modo directo a las vidas de las demás, incluso en los casos en los que esas mismas decisiones que tomemos, no tenga apenas incidencia directa en nuestras vidas. Es en esos casos en los que tenemos en nuestro haber un poder inmenso, casi imposible de describir aquí, un poder fácilmente inabarcable, muy parecido al que detentaban los monarcas europeos antes de la caída del antiguo régimen, y es por eso que, cuando tenemos todo ese power en nuestras manos, tenemos muchas posibilidades de convertirnos precisamente en eso, en señores monarcas despóticos y tiranos, por los que no parece haber pasado aún ni el Siglo de las Luces.

                Cuando eso pasa, cuando somos una de esas personas que tiene un enorme poder sobre las otras, un poder grandísimo que nos permite tomar decisiones sobre sus vidas que afecten directamente a éstas, a sus decisiones laborales, personales, económicas, familiares y socioafectivas, tenemos el dedo sobre un botón rojo. Que la bomba les estalle o no, sólo depende de nosotros. Y con las bombas se pueden hacer muchas cosas. Pueden desactivarse, pueden reprogramarse o pueden hacerse explotar. Evidentemente, sentir todo ese poder concentrado ahí, en la puntita de nuestro dedo índice, tiene que ser un verdadero subidón, para qué engañarnos. Sobre todo sabiendo que uno está a salvo, sobre todo sabiendo que cuando uno apriete el botón rojo y todo se vaya a la mierda, ese todo que se irá al carajo será precisamente el todo de las demás, el todo de las otras, de esas que, precisamente, poco o nada tienen que ver con uno, con el propietario del dedo índice que activó el botón, con el artífice de que otros “todos” se fuesen a la mierda.

              
       Lo que quiero decir, sin más ambages, es que tiene que ser pura adrenalina y sensación inmensa de poder, tener el dedito índice derecho sobre el botón rojo del que dependen las vidas de los demás. Tiene que ser puro alcaloide llamarte Alberto Ruiz Gallardón, y vestirte de traje y vivir como si esto y como si lo otro, mientras tanto. Lo imagino ahí, en su despacho; un despacho algo decadente, pero señorial, en cualquier caso, con algún toque chic, eso sí, con algún objeto de diseño que recuerde vagamente al minimalismo industrial de finales de los sesenta, de cuando el amor libre y todo eso. Qué cosas. La butaca grande, enérgica pero cómoda; confortable. Una butaca de un cuero negro de tremendo brillo impetuoso que un equipo de limpieza lustra con dedicación diaria. Igual que las estanterías, repletas de libros de leyes -como dios manda-, atestadas de legajos, de códigos penales, doctrinas y jurisprudencias, como le es propio a un jurista de su talla. Y en el centro del despacho, casi majestuoso sobre la alfombra tejida a mano, regalo de vaya usted a saber qué embajador de Extremo Oriente, erguido como un falo mítico, como el símbolo de poder que en verdad representa, el alto y señorial escritorio tallado en madera maciza y sobre él, insertado en la misma madera, ahí, entre la grapadora y el portarretratos digital con fotos de familia, discreto pero potencialmente letal, asoma, inquietante, el botón rojo.


                Lo imagino sentado ahí, en el butacón de cuero negro, con el brazo derecho algo 
extendido sobre el escritorio, apenas unos centímetros de distancia entre la yema de su dedo índice y el detonador, jugando a pasearse sin reparos por el miedo de las demás, tamborileando sobre el miedo de las demás, fantaseando con la posibilidad más que evidente de hacer estallar las vidas de otras, y vigilando a sus enemigas desde el monitor de su Mac, observando los movimientos cotidianos de la enemiga mientras ríe para dentro con mueca mordaz y acaricia el lomo blanco de un gato persa adorable que sostiene entre sus brazos.

                La imagen, no por siniestra menos ridícula, se parece demasiado a la que proyectan los villanos simplones de los dibujos animados, y si no fuésemos nosotras las que aparecemos en el monitor de su Mac, sus enemigas, podríamos decir que ese villano mísero y malvado se nos hace, por pura presencia y cercanía, casi como de la familia. Gallardón podría, llegado el caso, convertirse en, qué se yo, un Gárgamel cualquiera, si no fuese, claro, porque esta vez los pitufos somos nosotras. Y digo nosotras, y no nosotros, porque son los cuerpos potencialmente gestantes los que aparecen en la pantalla de su despacho. Digo nosotras y no nosotros porque son las vidas de los cuerpos potencialmente gestantes las que se tutelan, se vulneran, se condicionan, se legislan, se controlan y se vigilan desde ahí. Oigo a menudo decir que la retrógrada y ultra conservadora Ley Orgánica de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos -expropiados- de la Mujer Embarazada de Gallardón es un problema que afecta a hombres y mujeres, pero no es cierto. Otra cosa es que, por extensión, obviamente, afecte a toda la sociedad. Pero lo que es evidente es que los cuerpos de los sujetos que sociabilizan como hombres y que no son potencialmente gestantes no han sido expropiados por el poder. De hecho, en una sociedad profundamente patriarcal como la nuestra, si esto hubiese sido así, las numerosísimas manifestaciones que se vienen llevando a cabo en todo el territorio español hubiesen sido muchísimo más secundadas y divulgadas por los medios.  Si esto hubiese sido así, si los cuerpos no gestantes hubiesen sido los expropiados, aquí ya se habría armado una buena. Una buena de verdad.


                Pero el tiempo es terco casi siempre y las sagas de dibujos animados son largas. Todo poder cae a impulsos del mal que ha hecho y cada falta que ha cometido se convierte, tarde o temprano, en un ariete que contribuye a derribarlo, dijo una vez Concepción Arenal. Por eso, creo que sólo es cuestión de tiempo que el villano caiga, porque estamos organizadas, esperando sólo el momento de cortar los cables, desalojar el despacho y darle, a ese gato persa, una vida digna.